.

07 mayo 2009

El juego del Yo-Yo.


Cuando era un niño me gustaba jugar en soledad, con mis soldados, mis castillos y mis piezas de ensamblaje. Organizaba cruentas batallas en las que mi cabeza volaba muy lejos. Durante una temporada mi casa estuvo en obras y entre escombros y utensilios encontraba siempre instrumentos para canalizar mi imaginación infantil: ladrillos con los que construiría fortalezas, sacos de cemento medio vacíos para cavar trincheras, munición en forma de pequeñas piedras, trocitos de escayola, y las latas aplastadas que los albañiles se bebían antes de subirse en un andamio. Al jugar solo, siempre terminaba ganando yo, no importa qué bandos se enfrentaran a bombazo limpio, e independientemente de lo que estuviese en disputa: un territorio, una doncella, una ideología.

Luego descubrí otros modos tan satisfactorios o más de seguir solo. La masturbación fue todo un hallazgo que durante años imaginé era todo lo que uno necesitaba saber sobre el sexo. También visitar librerías de viejo y rebuscar durante horas por cajas y estanterías, extasiado ante todas aquellas palabras, en verso o no, que –pensaba- harían de mi vida algo más emocionante y más fecundo. Leer era la prolongación perfecta de aquella sensación, como si en la misma librería se abriese una puerta a otro universo en el que los adultos eran tan sólo personajes de malas novelas y las verduras solo existían en bodegones. Y luego el cine, salir de una película especialmente intensa y que todo dé vueltas, el corazón a ritmo de drum ‘n’ bass, la gente y los paisajes pasando a cámara rápida. Hablar por teléfono siempre ha sido también algo muy privado, sobre todo desde que mi madre me dijo que podía notar, por el tono y las inflexiones de mi voz, si estaba charlando con un chico o una chica. Desde entonces nunca respondo una llamada cuando hay alguien a mi alrededor, y cuando uso el móvil no me alejo a menos de cien metros de distancia. Y, claro, escuchar música, mis primeros discos de The Cure, Lou Reed o Husker Dü, canciones que apenas podía compartir con ninguno de los sexos, allá en mi miserable pubertad de provincias.

La pregunta, hoy, es si todo esto me ha convertido en peor persona de la que podría haber llegado a ser. Porque he leído que los niños y adolescentes solo pueden desarrollarse como verdaderos ciudadanos felices y productivos si se les socializa desde la guardería y aprenden a insertar su vida en la del resto del mundo. ¿Habrá una especie de club, algo así como Misántropos Anónimos? ¿Tendré tarde o temprano que levantarme y decir: hola, me llamo Jesús y he venido para convertirme en ese que a partir de ahora va a ir a comidas de trabajo, fiestas de cumpleaños y camas redondas?

Artista del día: Mi and L'au

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Muchos días yo también me pregunto si llegaré al "Hola. Me llamo Anónimo y os odio a todos".

Manuel Márquez dijo...

Si averiguas la dirección de ese club, pasámela, por favor, compa Jesús. No me iba a sentir yo allá muy desubicado -y mi peque, por lo que le voy viendo desde sus principios, tampoco-: somos de la cofradía Juan Palomo. Eso sí, no somos capaces de formularlo con palabras tan bellas como las tuyas.

Un abrazo.

Anónimo dijo...

me habría gustado conocerle a los 17 y a los 37.
A través de sus palabras podría quererle como a un hermano o un posible amante?
Quizás ya soy adicta a sus palabras.
Probablemente sorbiendo su café pensaría esta es muda,y sorda también.
Las palabras se me van detrás de las orejas,se escurren hacia arriba y abajo.Cosquillas por todo el cuerpo.Me rio,lloro,bailo,me enfado.
Un poco primitiva.
suerte del boli y papel.
Intento apresar alguna.
No sé.

Juan dijo...

Parece que el club ya ha encontrado su sede, por lo menos en la web...

R dijo...

Muy bueno.

R dijo...

Muy bueno.