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26 julio 2009

Vivo o muerto


No quiere uno morirse nunca. Pero no por ningún insano afán de inmortalidad. Más bien por evitar ver –desde el cielo o el infierno- qué hacen, sienten y dicen tus seres queridos, cómo se reparten el botín de tu ausencia, de qué forma gestionan el silencio y la pérdida. Resulta inquietante escuchar lo que los vecinos suelen declarar sobre alguien del mismo edificio que haya fallecido en extrañas circunstancias: parecía una persona normal, nunca se metía en líos, siempre nos trataba con educación cuando coincidíamos en el ascensor, era un poco reservado... Si el desaparecido llevaba una vida un tanto disipada entonces las frases serían más del tipo “a veces esperaba visitas a medianoche”, “algún grito oíamos, pero no le dimos importancia”, o “tenía amigos raros y melenudos”.

En mi caso no sé que podrían explicar: mi relación con ellos es inexistente más allá de la cortesía de escalera y entresuelo, no siempre correspondida. La capacidad popular para crear fábulas y desarrollarlas delante de unas cámaras podría hacer su agosto: siempre reciclaba la basura, recibía mucho correo del extranjero, los domingos compraba varios periódicos con sus suplementos. Poco más. A mí, que no creo en Dios ni albergo superstición alguna, me gustaría dejar mayor legado que un conjunto de chismes y comentarios. Es posible que dedicarse a escribir o a cualquier actividad que pretenda influir en el prójimo no sea más que un juego para aplacar el vacío e iluminar, con destellos, la oscuridad; pero si lo único que queda de nosotros es el recuerdo –bueno, malo o regular- que los demás guardarán en su interior eso hace que se sienta mayor responsabilidad.

Hace unas semanas un amigo poeta tuvo un accidente de coche e ingresó cadáver pocos minutos después del suceso. Su tercer libro permanecía incompleto en su mesa de trabajo. Varias versiones de las mismas estrofas, versos todavía por perfilar, tachones y notas por todas partes. Dudo mucho que pueda publicarse. De todo esto podría sacarse la enseñanza de que la fatalidad nos espera en cada esquina, y que debemos estar preparados y hacer como en algunas tribus de África: ir guardando en una jarra todo aquello que hayamos dado por bien terminado y que hable por nosotros. Y al irnos, los que nos sobrevivan abrirían ese tesoro doméstico. Puede que así nos conozcan mejor de lo que jamás lo hicieron. Y desde luego habremos dejado una huella más profunda que la de la mejor escritura sobre el agua.

Artista del día: Television Personalities

4 comentarios:

marta villota dijo...

El miedo de un artista a la muerte es puramente esto, perecer y no quedar en "las otras" memorias. El enorme y maravilloso Ego es lo que nos hace continuar creando, a pesar del escepticismo y Esa inevitable desaparición final. Creo que es la única forma de vivir.

Lo siento mucho.

manolodominguez dijo...

pues puede parecer una tontería, pero a mí me da más miedo lo de permanecer. que queden recuerdos para joder las vidas de quienes te importan y a quienes has importado.

sería mucho más fácil que, como en las películas, la vida pudiera seguir sin uno sin dejar cicatrices, fechas, historias, discos, anécdotas, familia o lo que sea. pero sabemos que eso no puede ser así.

Acuarela dijo...

Vaya, Manolo, ya me has "jodio" el verano.

manolodominguez dijo...

jo, no era mi intención. pero puede entenderse al revés y pensar que lo que hace trágica a la muerte no es más que la ausencia. porque esto no es como un partido de fútbol que siempre dura 90 minutos y sabes que hasta que no se llega al 45 de la segunda parte no termina. y así lo mismo pensamos más en lo vivido que en lo supuestamente perdido.

no sé. a mí la muerte me ha tocado cerca y a destiempo y si no se inventa uno algo se supera peor.

pero tampoco me eches mucha cuenta, que estas cosas en el fondo solo son hablar por hablar.