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25 septiembre 2008

Todas las canciones hablan de mí



“Armarios y Camas” (La Dama se Esconde, 1986)
La primera vez que escuché este disco yo tenía… quince años, creo. Todavía conservo un minucioso y detalladísimo diario de aquella edad barely legal. En él me muestro tan egoísta, tan cabezota, tan presuntuoso, que asusta leerlo. Una vez pasado el susto inicial, como en “Los Chicos del Maíz I”, el resto resulta entre hilarante y patético, con humor negro, blanco, gris, un humor que jamás pretendió serlo, como cuando nos reímos de alguien que se tropieza en plena calle, o que pisa una mierda, o que pierde su empresa en uno de esos vaivenes de Wall Street.

Por entonces me gustaban todas las chicas, especialmente Elena, Cristina, Bárbara, Mari Carmen, Ana, Manuela y Yolanda. Pero cuando volvía a casa con las manos vacías (o no) siempre ponía este disco. Con él me dieron ganas de escribir, de componer, componerme, recomponerme. “Armarios y camas” fue el rey de mi mundo de casetes, y como no tenía las letras me dediqué a trascribirlas durante una semana de septiembre de 1988. Desarrollé una especie de intuición juvenil que me decía que aquello era una combinación de vida y de arte que no debía ignorar. Había decenas de frases que deseaba haber escrito yo, y un modo de pronunciarlas que resultaba intrigante. Tirando del hilo de los versos de Nacho F. Goberna se puede hallar una rueca siempre agradecida.

Creo que La Dama se Esconde son uno de esos grupos que siempre terminan siendo una buena influencia. Su estilo, sus canciones, sus textos, no asfixian ni acotan el territorio. No levantan puentes levadizos. No hay dragones ni mazmorras. No te hacen pagar peaje al entrar en el laberinto. En realidad abren otras vías, son catalizadores de talento, la mano en el hombro para el que no necesita muletas. Un ejemplo de artista de mérito que suele ser una mala influencia es Nick Cave. O grupos como Radiohead. También The Smiths. Por el contrario, bandas como The Cure o The Go Betweens suelen tener buenos acólitos, luego excelentes monaguillos y finalmente una decena de artistas que merecen dicha influencia. Es una teoría con fisuras, lo sé. Y tampoco me explico demasiado bien. Ni siquiera lo tengo claro respecto a Joy Division.

El caso es que después de pasar aquellas letras a limpio, comencé a corregirlas, a alterar el sentido de muchas palabras. Un párrafo ajeno daba lugar a uno más o menos propio. Luego traduje un par de canciones al inglés, para luego volcarlas de nuevo al castellano, a las bravas, como esperando algo. Los resultados me parecieron alentadores (obviamente, ahora mismo da pudor leerlos). Se trata de un proceso en el que intervienen un espíritu aventurero, mucha cara dura y ganas de dejar un legado gracias a una herencia ajena que, con el tiempo, no dé vergüenza ajena. Pero de repente “Armarios y camas”, o mejor dicho, una versión del mismo elepé adaptada a mi mundo, me pertenecía por completo.

Resulta que yo veía sentido a cada canción de este disco, como si cada tema constituyese una historia que enlaza con otra, en plan obra conceptual, decálogo de seres y estares (siento la referencia), sentidos y sentimientos que me hacían sentir y asentir, y no siempre por este orden. No es un trabajo unitario, pero para mí contenía todas las piezas de mi puzzle adolescente. Podía perfectamente aplicar diversos episodios de mi vida a “Somos tres”, “El corazón que late”, “Amenazas”, y decirlo así, sin tapujos, en mi diario, ese cuaderno azul en el que mi vida era un yo-yo permanente y sin vértigo. ¡¡¡Y me consideraba tan rebelde!!! Bastaba decirle a mis padres que no pensaba cenar o tomar postre como represalia a su autoridad, para sentirme hinchado, henchido y satisfecho, dispuesto a afinar la pluma y escribir que estaba sometido a una especie de Guantánamo existencial. ¡¡¡Un Guantazo era lo que merecía!!!! De existir una máquina del tiempo escogería volver a 1988, colérico fantasma del futuro, y hablaría conmigo mismo para quitarme toda esa tontería trufada de demasiados verbos intransitivos.

En aquel dichoso diario escribí muchas veces que odiaba a mis padres. Lo decía sinvergüenza, por activa, pero sobre todo por pasivo. Las razones eran totalmente peregrinas y sin redención posible: me hacían cortar leña los domingos, no me dejaban viajar solo a Cartagena, coño, a mi edad… me obligaban a ir a la comunión de un primo al que detestaba, jamás me preguntaban por mis notas, o querían que volviera a casa antes de las doce para poder dormir con la conciencia bien tranquila. Aquello bastaba para convertirme en un demonio, alguien con demasiado vocabulario, conocimiento del medio y tiempo libre para pensar en sí mismo. Tanto como para nublar mi juicio y pensarme ajeno a ellos, adoptado, en una incubadora con cristales tintados. Ahora me arrepiento, y espero que no sea demasiado tarde.

En mi mundo de quedar con X, esperar la llamada de Y, conformarme con la mirada de Z, mis padres eran el enemigo. Y de algún modo la música fue mi refugio, mi independencia ficticia, el modo en el que construí un universo lejos del suyo. Pero tantas ganas de martirizarme por nada al menos no me distanciaron de ellos del todo. Últimamente la música ha vuelto a unirnos, como si el final volviese al principio en una ruleta de la fortuna. Hace poco han comprendido por qué para mí significa tanto resumir mis emociones en un estribillo, o con una canción que expresa lo que siento mejor que diez mil diarios.

Ahora me divierte leerles aquel diario a mis amigos. Me deja en mal lugar, lo sé, pero es un lugar con cierto encanto. Un pequeño Goethe amargado y faltón que no sabía lo que quería ni como obtenerlo. Me carcajeo con muchas frases leídas al azar; es tremendamente revelador, y me hace pensar que si ahora soy lo que soy es gracias a todo lo que fui o lo que evité ser.

Pero el paso del tiempo no ha envejecido este disco, que sigue pareciéndome un compendio de poesía difícil de reproducir, una especie de catalizador de pasadas, presentes y futuras emociones. Ahora no tengo tan claro el significado de muchas frases, de textos que me parecían clarividentes, casi una epifanía, pero siguen siendo el trampolín de esas veces que me tiro a la piscina y me pongo a escribir, y casi siempre termino hablando de armarios y camas, de tardes lluviosas, corazones que laten y grandísimos errores de apreciación.

Sigue siendo la obra de dos chicos pretenciosos y piterpanes que querían evitar enfrentarse al mundo adulto, tiraban del fondo de catálogo de sus lecturas, sus películas sus clarísimas influencias, y lo expresaban maravillosamente. Tan maravillosamente que me alienaron entonces y me siguen intrigando ahora, con todo lo que ha llovido y la forma en la que lo ha hecho. Con todos los muñecos de nieve a los que la realidad ha robado su nariz de zanahoria.

•tomo prestado el título de esta columna de un estupendo guión, todavía inédito, de Jonás Trueba y Daniel Gascón.


La Dama

2 comentarios:

Anónimo dijo...

además suena a the cure de la misma forma que después lo hizo el primer sr. chinarro.

uno de los pocos vinilos que tengo de los ochentas que siguen en la zona preferencial de la estantería.

Anónimo dijo...

Mil gracias. Por un momento he vuelto al 88, a un parque de Plymouth, lloviendo y en mi cabeza suena la dama se esconde. A.