23 enero 2009
Todas las canciones hablan de mí
La imagen de un chico desesperado a los 17 años. Tan de provincias como el corresponsal en Cuenca del Diario de Teruel. Es su primera visita a Madrid. Mejor dicho, la primera sin andar de mano de sus padres. Ha venido a comprar discos, a conocer chicas, a comprar más discos. Cuando entra en el ascensor del hostal se le ocurre preguntar a qué piso van (ustedes) y “ustedes” responden atónitos “tú no eres de aquí, ¿no?” El hilo musical es una canción de Bob Dylan, "The Times They Are A-Changin’”, que se le queda clavada en la memoria, porque hasta el tercer piso y desde el tercero al sexto todo fue a cámara lenta. La moviola de un tiempo que no reconocía más espacio que un rectángulo patas arriba.
Hace tan sólo un lustro la sola mención a Bob Dylan provocaba comentarios como “¿No es el que cantó hace poco para el Papa con los ojos llenos de lágrimas?”, o “¿No había muerto en Vietnam?” o incluso “La canción protesta ya no mola, tío…”. A uno se le quedaba cara de tonto, respiraba lo más hondo que le era posible y tragaba un cóctel de bilis y saliva. Tampoco era una figura demasiado reivindicada por la prensa musical de campanillas.
También a los 17 me enamoré de María del Carmen. Era un poco más joven que yo y su hermano era rockabilly (aunque yo ya le llamaba rockabully). Cuando éste se enteró de que andábamos besuqueándonos por ahí convocó a sus amigos con tupés como tupperwares y en plena feria local se pasaron dos horas buscándome para darme mi merecido. Yo les miraba desde el cielo, esperando el momento justo para escapar. Me había subido a la noria y todavía me quedaban muchas fichas, y un walkman en el que escuchaba tres canciones: "Subterranean Homesick Blues", “I'll Keep It with Mine” y "Like a Rolling Stone". A tanta distancia aquellos tupés parecían aletas de tiburón rodeando la última víctima de un naufragio.
De algún modo, quizás a propósito y por medio de sus constantes cambios de humor, de estilo, de inspiración y de opiniones, Dylan pertenecía a otra dimensión, como un fantasma al que sólo podemos ver invocándolo con los discos adecuados. No recuerdo cómo ni cuando se produjo el cambio de tendencia. ¿Vieron a la vez varios críticos influyentes una reposición del clásico “Don´t Look Back” alguna noche en la que se sintieron demasiado viejos para seguir de fiesta? ¿O fue el modo desmitificador en el que Howard Sounes nos presenta a Bob en su biografía de Mondadori? Aquí Dylan es retratado como un taimado personaje que tiene tanto de villano (o más) como de genio, alguien que nunca ha dudado en salirse con la suya, cayese quien tuviese que caer, muchas veces él mismo y con todo el equipo.
Ahora tengo 19 años –aprovecho, en este ejercicio de estilo, para recomendar la lectura de “Matadero Cinco” de Kurt Vonnegut- y me acuesto con alguien bastante mayor que yo, alguien que me hizo quemar etapas como garrapatas en un animal de compañía. Estamos en Newcastle, escondidos entre unos arbustos cerca de un centro comercial que los viejos usan para pasear los domingos. Soy más pasivo que agresivo y ella más activa que rapaz, y tras dos largas semanas juntos Dolores me regala un CD de Bob Dylan “para que pienses en mí cuando no estemos juntos”, o sea, en un abrir y cerrar de ojos. De aquel CD recuerdo "I Shall Be Released"y "Santa-Fe".
De ese modo tan poco ortodoxo, Dylan –sin pretenderlo siquiera- comenzó la reconquista de un público que le había dado si no por muerto sí por moribundo. Luego vinieron, claro, sus “Crónicas (volumen 1)”, tan emocionantes como diario de a bordo como por su literatura nítida y trascendente. O el documental “No Direction Home” dirigido por Martin Scorsese para mayor gloria de ambos. Por no hablar del inabarcable libro-objeto-fetiche “El álbum 1956-1966” publicado por Global Rhythm Press, que recoge curiosidades de coleccionista: grabaciones, entrevistas, fotos inéditas, letras manuscritas, flyers promocionales, entradas de conciertos…
Pasamos de puntillas por más de una década y estoy en Córdoba, 11 de julio del 2004. El maestro presenta, según él, “Love and Theft”. Creo que es la primera vez que bailo en un concierto. En mi cabeza había una ensaimada de sensaciones: el final de una relación, más cerca que lejos. La tristeza de constatar que no iba a poder hacer nada para evitarlo. La seguridad de saber que iba a arrepentirme, que se trataba de un terrible error que estaba abocado a cometer. Casi podía imaginarme dando puñetazos contra la pared del salón, portazo tras portazo en un laberinto de cincuenta metros cuadrados, jurando en voz alta que yo iba a cambiar, que ella se merecía que cambiase. En el PC hay un disco que se llama “The Bootleg Series Volumes 1-3 (Rare & Unreleased) 1961-1991”. El segundo CD suena en repeat. Resuena, digamos.
Recuerdo ahora cómo me atrapó Dylan. Comencé poco a poco, como un agnóstico que se siente fascinado por el Antiguo Testamento, y palabra a palabra, canción a canción me convertí primero en creyente y luego en aspirante a apóstol. Con él me sucede que ni siquiera me molesta cuando alguien le critica abiertamente o me intenta convencer de que está acabado. Es entonces cuando busco en mi colección algún disco, como “Desire”, o quizás “Biograph” y comprendo que, en realidad, él y yo no hemos hecho más que empezar.
“The Bootleg Series Volumes 1-3 ”, por tanto, ha sido para de mí desde mi adolescencia y sin que me diese apenas cuenta, uno de mis discos favoritos. Cuando por fin me lo compré –sí, me lo compré- entendí muchas cosas, demasiadas. "She's Your Lover Now", descarte de “Blonde on Blonde” me pone triste y alegre al mismo tiempo. Temas como “Seven Days” seguirán siempre conmigo pase lo que pase y pese a quien pese, y cuando hace más o menos dos años entré en casa de una chica de la que creí iba a enamorarme y vi, apoyada sobre una silla en su dormitorio, la caja de vinilos de “The Bootleg Series Volumes 1-3 ” exclamé:
-¡Dylan! ¡Dios!
Y ella respondió:
-¡Sinónimos!
Y entonces supe que lo nuestro iba a durar hasta que la muerte nos separase. Y nos separó, que conste. Porque yo, como la abuela de todas las excusas con todos los jefes, profesores o compromisos del mundo, me he muerto varias veces ya.
*tomo prestado el título de esta columna de un estupendo guión, todavía inédito, de Jonás Trueba y Daniel Gascón.
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2 comentarios:
Impresionante el texto. Y el final. Casi he sentido lo que el protagonista cuando vio los vinilos de Dylan en la habitación de aquella mujer.
Genial.
disfruto mucho con tus textos. Gracias.
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